Urueña constituye uno de los descubrimientos más apasionantes de cuantos hizo mi curiosidad en los últimos años; este pueblo vallisoletano, que divisaba en el horizonte de mis recorridos por la Nacional VI, tiene una personalidad que nace de su armonía y recogimiento, y que rara vez podemos ver en otros pueblos de nuestra geografía.
Hay tanta historia paseando por sus calles que, con el permiso de doña Urraca, su más ilustre vecina y dueña del infantado, fue necesario contenerla dentro del precioso envoltorio de piedra que constituyen sus murallas.
Pero más valioso que el pueblo -en sí mismo- es su entorno: Urueña se encarama en uno de los oteros que configuran las estribaciones de los montes Torozos; desde su perímetro defensivo puede verse el impresionante espectáculo que los pucelanos bautizaron, en sus visitas de fin de semana, como el "Mar de Castilla". La interminable llanura de Tierra de Campos, estacionalmente borracha de verdes trigales que se dejan mecer, al capricho de las brisas que vienen del norte, puede llegar a confundirse, sin que sea necesario caer en el derroche imaginativo, con un vasto océano de olas cambiantes.
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