miércoles, 30 de junio de 2010

Prerrománico

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Cuando llegué a Asturias -han pasado más de dos décadas, desde entonces- ya era conocedor de los tópicos más habituales a los que suele recurrirse a la hora de encasillar a esta región: algunas costumbres y tradiciones, determinados sabores de su apreciada gastronomía, lo abrupto de su orografía y el armónico color verde esmeralda con el que se tapiza su suelo, entre otros...

A pesar de no haber constituido entonces y por cuanto expuse, terreno abonado para la sorpresa, ella me estaba esperando, engalanada en sus mejores piedras, para seducirme con su historia: una historia de reyes y conquistas, globalizadora, en claro contraste con la que se pretende enseñar en algunas de las escuelas y foros de nuestro país, en estos días.

Lejos de querer excederme en coincidir con el sentimiento de algunos -extremistas, personas que parecen estar dotadas de un amplificador de emociones, capaces de dejarse la vida en el empeño de defender un matiz folklórico, las hay en todas partes- que afirman que "España es Asturias, lo demás: terreno reconquistado", lo cierto es que el germen de nuestra identidad de españoles nació aquí, como bien podría haber nacido en cualquier otro lugar, en el paraje de Onís, uno de los más bellos concejos de los Picos de Europa.

Con Pelayo iniciamos una monarquía que tuvo suficiente fuerza, liderazgo e identidad como para implicarnos a todos en un proyecto común, que se prolonga ya más de doce siglos, y que aún hoy pretende seguir constituyendo nuestro primer símbolo aglutinador. Y no era precisamente asturiano, sino uno más de entre los muchos nobles que huyeron buscando el santuario del norte, tras el desembarco y arrollador avance de los moros, y que dispuestos a organizar la resistencia, decidieron erigir su caudillaje.

La capital de aquél, el entonces esbozo de nuestro reino, empezó siendo Cangas de Onís. A Cangas le sucedieron otros lugares, y a Pelayo otros reyes: Favila, más conocido por su trágica muerte que por las acciones de su corto reinado...; Fruela...; Silo, quién trasladó la capital a Pravia...; Alfonso II el Casto, quién la llevó a Oviedo y del que se dice fue el primer peregrino a Santiago; Ramiro; Ordoño y, finalmente, Alfonso III el Magno, el cual, y con el único fin de acortar la distancia existente entre la corte y el frente de batalla, cada vez más distante, decidió trasladar ésta a León.

Para consuelo de astures y con intención reparadora del posible agravio que pudiera suponer este último traslado, se decide otorgar el título de Principado a la región de Asturias, título que la vincularía ya, para siempre, con el heredero de la corona que un día, y originariamente, se fraguó allí.

No deja de resultar curiosa casualidad la constante de la vinculación de todos los herederos de las diferentes monarquías europeas, a las zonas más abruptas y montañosas de sus respectivos reinos. Así tenemos, en Francia, La Dauphinée, una región de los Alpes franceses que da título al primogénito del rey, El Delfín. En el Reino Unido, el sucesor es Príncipe de Gales... Una coincidencia que se justifica, probablemente, en razones más estratégicas que de otra índole, habida cuenta de que todas las revueltas y descontentos solían buscar el refugio de las cumbres...

Toda esta dinastía asturiana nos legó un original estilo arquitectónico, que me fascina y que no tiene parangón: el Arte Prerrománico Asturiano, también llamado Arte de la Monarquía Asturiana ó Pelagiano del cual, el edificio que veis -Santa Cristina de Lena- es un fiel exponente. En 1985 la Unesco lo consagra al otorgarle el título de Patrimonio de la Humanidad.



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