viernes, 25 de junio de 2010

El orgullo de Montehermoso



Soy extremeño, mire Ud., es esta una cualidad que procuro llevar muy a gala, con la que pretendo justificar alguna de las toneladas de mis defectos y explicar esas dos o tres cualidades que insisto en adjudicarme y que probablemente no lo alcancen a ser tanto...

Ya nos lo decía Díaz Plaja en aquella obra de la que nunca hablaremos lo suficiente*: cada comunidad autónoma tiene sus propios pecados capitales, aunque parezcan olvidarse de esgrimirlos a la hora de poner de manifiesto sus atributos más diferenciadores, aunque sean capaces de negarlos en la antesala de cada quiquiriquí. El madrileño es chulo, el andaluz exagerado, el catalán previsor (en un intento de evitar ampollas, sopesé el decir avaro), el vasco un fantasma, el gallego es reservado...  En esta relación, al extremeño le queda el orgullo, que es pecado específicamente diseñado para que los más pobres se sirvan equilibrar la báscula de su común autoestima.

Que somos los más pobres es algo que nadie puede cuestionar, ahí están las cifras; pero que nos sentimos orgullosos de haber llevado a este país a la conquista de sus mayores cotas de protagonismo, tampoco, y ahí está la historia. Probablemente hoy sigamos inmersos en la resaca de quienes se emborracharon de conquistas para otros; sufriendo la anemia crónica de los que -como Castilla, también- se desangraron en el contexto de una donación permanente de población; probablemente aún vivamos de las rentas de aquel pasado glorioso...; posiblemente, por último, y después de tantos siglos ejerciéndolas, ya no sepamos hacer otras cosas más que esas: emigrar, repoblar, donar, contribuir al desarrollo de los demás...

Pero los pobres, ya se sabe, y quizá sea ésta una manifestación del orgullo que mencionábamos antes: gustan de ir vestidos de domingo, de guardar sus mejores galas para las ocasiones... Recuerdo que mi abuelo, un extremeño de pro, tenía tres trajes, todos ellos de pana negra, rematados con un sombrero de alado fieltro: para los diarios el primero, el segundo para festivos y relevar al primero cuando el deterioro alcanzase a exigirlo a gritos, el último era su mortaja, que resultaba tan intocable como incuestionable la idea de su muerte.

El traje típico extremeño constituye la tarjeta de visita y un clarísimo exponente de la diversidad del folclore de esta tierra, cuyos moradores lucen con toda la altanería que cabe esperar de un pueblo orgulloso de su pasado y del consiguiente calado de sus tradiciones. De entre las múltiples piezas que lo componen (algunos llegan a pesar hasta 27 kilos) cabe destacar el sombrero, originario de la localidad de Montehermoso, al norte de la provincia de Cáceres...


Se trata de un sombrero de paja entretejida, de tan funcional como curiosa forma -era necesario evitar el sol, los cánones de belleza de antaño exigían la palidez cérea de los rostros- al que fueron añadiéndose elementos (hilos de lana, trozos de tela, baratijos de bisutería) cuyo cromatismo ya resultaba indicativo y ubicador; así, la mujer soltera solía adornarlo con múltiples colores vivos; prefiriendo el predominio de los más apagados la casada; y la tristeza monocromática del negro la viuda.

No contentos con el clarificador simbolismo de lo expuesto y en un intento de evitar asumir el tan predecible como probablemente funesto margen de error, al sombrero y en su parte frontal lo remataba un espejo, aunque debería decir un himen si pretendiese ser más práctico que descriptivo:  la integridad del espejo de la soltera se acababa con el matrimonio, momento en el que el marido, en un acto ceremonial, lo rompía para evitar que otros mozos pudieran mirarse en él...

El sombrero de la viuda se caracterizaba por la ausencia de espejo... No me preguntéis, ya que no sabría responder y es más que probable que nadie supiese, por las características de los sombreros de separadas, divorciadas o de madres solteras; la mejor respuesta que se me ocurriría sería la de que al diseñador le faltó visión de futuro...

*El Español y los siete pecados capitales


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