Está de moda esto de ser inclusivos: lo intuimos en las
pretensiones del idioma, y si no, que se lo pregunten a los "niñEs" de Irene Montero.
También podemos verlo en las patadas que le damos a la coherencia cada vez que, en televisión, vemos a un Aquiles peleando en Troya o a un
hada madrina asesorando a Cenicienta en cuestiones de vestuario, cuando no es a
la Sirenita, a Ana Bolena o a Julio César, todos ellos negros, o quizá debí decir “de
color”.
Pero el fenómeno no es invención de nuestro tiempo, ni
debe méritos a ningún Ministerio de Igualdad, y que sirva el ejemplo siguiente,
muy bien traído, si se tienen en cuenta las fechas por las que
atravesamos.
Una de las primerísimas representaciones de los Reyes
Magos, que, por cierto, como cada año, ya estarán dirigiéndose hacia Belén, nos
remonta al siglo VI (año 550 ddC). Fue en un mosaico de la Basílica de San Apolinar el Nuevo,
en Rávena, la última capital del Imperio Romano de Occidente. En ese mosaico,
que mandó construir Justiniano, aparecen los tres reyes magos, sin camellos y más jóvenes de
cómo los imaginamos. Caminan en fila, uno tras otro, con vasijas
de plata entre las manos.
Esta obra es particularmente importante por ser el
lugar en el que estrenan nombres, los de Melchor (quien parece el más joven),
Gaspar y Baltasar, que siguen teniendo actualmente (en la Biblia no se citan sus nombres). Pero hay algo que parece aún más interesante, si cabe: se trata del hecho de que los tres sean blancos.
Fue a finales de la Edad Media, a partir del siglo XV, cerca de mil años más tarde, cuando en las pinturas flamencas y alemanas comienza a aparecer la figura del rey
negro, Baltasar, en una clara integración inclusiva, que quizá no fue demasiado
consciente ni desafortunada, dadas las circunstancias y la época.