vertical,
inquebrantable...
El precioso verso con el que Víctor Manuel pretende cantarle a su tierra adquiere, para quienes residimos en Asturias, una muy especial dimensión dentro de la extensa gama de sus posibles significados. Y es que, en efecto: la verticalidad es uno de los matices que, junto con la impasible tristeza del gris, caracterizan a este cielo capaz de definir, casi por sí solo, a esta región del norte.
Puestos a buscar el concepto de horizonte, es más probable hallarlo en el cuaderno de bitácora de un asturiano, entre sus recuerdos de viajes, que en las impregnaciones de su retina. Creedme si os digo que cada vez que tengo ocasión de, al cruzar Pajares ó franquear El Negrón, asomarme a la metafórica balconada de Castilla, acabo actualizando y recalificando la inmensidad de su anchura.
De entre las varias acepciones de “horizonte”, Castilla solo parece andar sobrada de una de ellas, de la paisajística. Aquella otra, la de trayectoria de futuro con la que a veces se significa al término, suele preferir identificarse con otras latitudes. Al final, independientemente de que se le quiera poner remedio, debemos resignarnos a pensar que Castilla nunca alcanzará a tener más futuro que pasado.
Me fascina Castilla, me confieso enamorado de su historia, impresionado por lo extremo de sus contrastes. En lo climático, y por citar el contexto más cotidiano, pocas regiones en las que las diferencias térmicas sean tan manifiestas, ya sea a lo corto del día como a lo largo del año. Cada estación es asimismo, cromática y tangiblemente, muy diferente a las demás.
Aunque literario, no deja de constituir otro pronunciado gradiente el que esta región sea, a pesar de la frecuencia con la que podemos encontrarle los castillos que la bautizaron, la que acoja al menor número de fantasmas; nadie más lejos de merecer tal calificativo que el castellano, con su carácter austero, sencillo, recio y llano. Pocos lugares en los que el pan alcance a ser más pan, en los que el vino consiga ser más vino (¡y qué vino!).
¿Y qué me decís de esos pueblos de un desangelado adobe, de famélicos perros esquivando moscas al sol, despoblados villorios en los que una primera impresión, en lo que a manifestaciones culturales se refiere, suele quedar relegada al sobrio estilo arquitectónico de una vieja iglesia acigüeñada, cuando no a los testimonios parietales de los graffitis –muchas veces soeces- de las pintadas que un día dejaron sus cuatro quintos…?. Pero Castilla rebosa de sabiduría, aunque sea necesario buscarla y no precisamente en los museos: el saber se parapeta en las mermadas capacidades de sus ancianos, en las salas de exposiciones de sus arrugadas facciones, en la expresión dialéctica de todos y cada uno de los locuaces dichos de un riquísimo refranero. En lo más profundo de este decorado de humildad reside un núcleo de serena grandeza que se resiste a despertar, acurrucado en la tradición de un fascinante pasado.
No en vano, y sirva como guinda, fue en Medina del Campo, una de las muchas villas de ésta -la Castilla pobre que pretendí describir- donde se acuñaron algunos de los conceptos que rigen los principios de nuestro orden económico mundial: términos como "Banco", "Bancarrota", "Letra de Cambio" ó "Pagaré" se usaron por vez primera en Medina. ¿Os preguntasteis alguna vez el por qué del nombre -Banco- con el que se reconoce a estas entidades financieras, de su coincidencia con los elementos del mobiliario urbano que podemos ver en la mayoría de los parques, plazas o paseos de pueblos y ciudades?... Las primeras transacciones comerciales, en el sentido en el que hoy las conocemos, se realizarían en días de ferias y mercados en los bancos -en los que sirven para sentarse- de la plaza de este pueblo…
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