En esta ciudad asturiana no fue necesaria revolución alguna para dar al traste con los órdenes jerárquicos. Desde hace siglos ya, y sin que por ello se pagase nunca ni una sola gota de sangre, el clasismo está por los suelos, arrastrándose a lo largo de una buena parte de su casco antiguo.
Es habitual que en sus largas, viejas y porticadas calles, cerradas hoy al tráfico rodado en un intento de recuperarlas por y para el transeúnte, se aprecien dos tipos de pavimentos: el liso y el empedrado. Normalmente coexistían repartiéndose al 50% la anchura de las aceras.
El motivo no era ornamental sino puramente funcional, aunque el resultado final alcanzase a tener -sin pretenderlo- cierto orden estético. Y es que antaño, en aquel entonces y hasta mucho tiempo después, la igualdad democratizadora que más tarde propugnarían las distintas revoluciones de los siglos XVIII y XIX, no alcanzaba ni a calzarnos: las clase pudientes -los señoritos- paseaban con zapatos más o menos elegantes y delicados a lo largo de la superficie lisa; mientras que los campesinos lo hacían, con sus zuecos de madera (madreñas), por encima del empedrado.
Independientemente de que para el clasismo, al igual que de los cerdos, se aprovechen hasta los andares, en este -el caso que nos ocupa- la idea fue acogida y aplaudida unánimemente y con entusiasmo, ya que redundó en beneficio y comodidad de todos.
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