En algunas comarcas, de entre las que por supuesto cabe destacar a la mía, existe un justificado empeño en rescatar a la matanza del cerdo, fundamentalmente en su calidad de festejo aunque también en aras de salvaguardar su ritual de floklore y tradición, del evidente abandono en el que pareció caer con el desarrollo económico de las últimas décadas.
Me agrada este renacimiento, y no precisamente por que recuerde con simpatía las mañanas de aquellos inviernos de mi infancia, en las que los aterradores alaridos con los que se desangraba un animal resultaban tan madrugadores como el canto del gallo. No echo de menos, obviamente y tampoco, el olor a chamusquina y helecho de aquellas hogueras con las que, a mayores, intentábamos combatir los sabañones consecuentes a las inclemencias de la fría escarcha.
La matanza del cerdo, aunque cueste admitirlo y por poco estético que resulte, ha sido siempre una de las señas más enraizadas en nuestra identidad de españoles. Sirvan -a guisa de argumento primario- cualesquiera de las muchas expresiones, refranes y dichos con los que nuestra rica lengua se inspira en este animal... En un intento de profundizar en la afirmación iré un poco más allá aseverando que el rito fue, en ocasiones y ancestralmente, un pasaporte que exhibimos, incluso una bandera que enarbolamos...
Los siglos de persecución a los árabes, tras la expulsión decretada por Felipe III; el cruel acoso al que son permanentemente sometidos por parte de la Inquisición y su obligada conversión en la fe, en una época en la que pocos parecían verse totalmente ajenos al lógico mestizaje que cabe esperar de tantos siglos de convivencia, hacen de la matanza del cerdo una ocasión para exhibir, públicamente, tanto la pureza de sangre como la confesión religiosa.
Por este motivo fue siempre un acto público, que se realizaba en plena calle y al que se solía y suele invitar a familiares y conocidos, no sin cierta algarabía. ¿Qué mejor forma, que la de compartir un bocado de cerdo, para poner de manifiesto el hermetismo de un linaje y la intachable profesión de la fe oficial?.
De la matanza del cerdo se aprovechaba todo, y no se me detengan esta vez en los andares: se aprovechaba hasta el acto en sí, era una ocasión para el testimonio y la proclamación.
Me agrada este renacimiento, y no precisamente por que recuerde con simpatía las mañanas de aquellos inviernos de mi infancia, en las que los aterradores alaridos con los que se desangraba un animal resultaban tan madrugadores como el canto del gallo. No echo de menos, obviamente y tampoco, el olor a chamusquina y helecho de aquellas hogueras con las que, a mayores, intentábamos combatir los sabañones consecuentes a las inclemencias de la fría escarcha.
La matanza del cerdo, aunque cueste admitirlo y por poco estético que resulte, ha sido siempre una de las señas más enraizadas en nuestra identidad de españoles. Sirvan -a guisa de argumento primario- cualesquiera de las muchas expresiones, refranes y dichos con los que nuestra rica lengua se inspira en este animal... En un intento de profundizar en la afirmación iré un poco más allá aseverando que el rito fue, en ocasiones y ancestralmente, un pasaporte que exhibimos, incluso una bandera que enarbolamos...
Los siglos de persecución a los árabes, tras la expulsión decretada por Felipe III; el cruel acoso al que son permanentemente sometidos por parte de la Inquisición y su obligada conversión en la fe, en una época en la que pocos parecían verse totalmente ajenos al lógico mestizaje que cabe esperar de tantos siglos de convivencia, hacen de la matanza del cerdo una ocasión para exhibir, públicamente, tanto la pureza de sangre como la confesión religiosa.
Por este motivo fue siempre un acto público, que se realizaba en plena calle y al que se solía y suele invitar a familiares y conocidos, no sin cierta algarabía. ¿Qué mejor forma, que la de compartir un bocado de cerdo, para poner de manifiesto el hermetismo de un linaje y la intachable profesión de la fe oficial?.
De la matanza del cerdo se aprovechaba todo, y no se me detengan esta vez en los andares: se aprovechaba hasta el acto en sí, era una ocasión para el testimonio y la proclamación.
Publicado en la Revista
"El Pregón Jarandillano"
en diciembre de 2016
No hay comentarios:
Publicar un comentario