Barajas con Paracuellos al fondo |
Paracuellos del Jarama es una tranquila localidad de la provincia de Madrid, a 14 kilómetros y al este de la capital, en la que la vida transcurre con la normalidad que cabe esperar de todo pueblo que no alcanza las 10.000 almas. Apenas si es consciente de lo que ofrece, la contemplación del primer monumento, a cuantos turistas llegan a nuestro país a través de Barajas: una enorme cruz blanca que discurre a lo largo de la abrupta ladera de su promontorio.
Allí estaban las fosas comunes donde se apilaron los millares de víctimas de aquellas "sacas" que, por noviembre de 1.936, pretendieron limpiar la asediada ciudad de Madrid de los elementos de "la Quinta Columna Fascista". Mucho se ha discutido sobre la responsabilidad de Santiago Carrillo, entonces Consejero de Orden Público; probablemente nunca alcancemos a cuantificarla, pero no hay dudas de que la hubo, de que la tuvo y de que -cuando menos- vino de la mano de la desinformación ó de la de la omisión, en el poco probable supuesto de que no alcanzase a ser consciente y proactiva.
Sea como fuere, la cruz de la ladera de Paracuellos no es más que uno de los innumerables monumentos a los caídos en el bando de los mal llamados "Nacionales", que choca frontalmente con la escasez de cuantos se levantaron a la memoria de las víctimas de la República. Tal desproporción se ha vuelto a poner de manifiesto hace pocos años, con ocasión de la beatificación, por parte de una Iglesia inmovilista, de 498 mártires de la Guerra Civil: curiosa y casualmente TODOS volvían a ser del mismo bando.
ARTURO PEREZ REVERTE
ESCRIBIÓ...
ESCRIBIÓ...
El viejo Goya lo pintó mejor que nadie: dos gañanes enterrados hasta las corvas, matándose a garrotazos. La sombra de Caín es alargada, en España. Lo fue siempre y la guerra civil es cumplida prueba de ello: una historia trágica, violenta, retorcida en ocasiones hasta el esperpento. Una república desventurada en manos de irresponsables, de timoratos y de asesinos, un ejército en manos de brutos y de matarifes, un pueblo despojado e inculto, estaban condenados a empapar de sangre esta tierra.
Luego, prendida la llama, la arrogancia de los privilegiados, el rencor de los humildes, la desvergüenza de los políticos, el ansia de revancha de los fuertes, la ignorancia y el odio hicieron el resto. No bastaba vencer; era necesario perseguir al adversario hasta el exterminio. Murió más gente en la represión que en los combates; en ambos lados, analfabetos presidiendo tribunales gozaron de más poder que magistrados del Supremo.
Hubo valor, por supuesto. Y decencia. Y lecciones de humanidad e inteligencia. Pero todo eso quedó sepultado por las pavorosas dimensiones de una tragedia que todavía hoy necesita reflexión y explicaciones.
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