domingo, 19 de septiembre de 2010

Mis clásicos


La memoria de nuestro pasado tiene tendencia a limarse, como si el paso del tiempo fuese desgastándola, en un intento de acondicionarla a la cerradura de nuestra cambiante y actual conveniencia.

Y es lógico: a fuerza de barajar conceptos tan dispares como lo que hemos vivido, soñado, escuchado ó leído, nuestra mente acaba debatiéndose en una maraña de flashes en los que la pérdida del garante de realidad puede resultar más que probable...

Por otra parte están los lógicos mecanismos de autoadecuación, aquellos con los que nuestros recuerdos tienden a hacérsenos más llevaderos, aligerandose en lo que suponen de carga en el sendero de nuestras vidas. Muy a pesar de lo que en su día consagró al poeta, cualquier tiempo pasado no fue necesariamente mejor, aunque es probable que así nos lo parezca.

Mi incipiente colección de clásicos se justifica por su capacidad para evocar y reafirmarme en mi pasado. En esta ocasión no se trata del habitual sentimiento que domina el afán del coleccionista, no, no es eso. Son como bornes que midiesen la dimensión de lo real, como mojones en el bulevard de mi historia personal. La presencia de estos objetos me reconforta, porque contribuye a envolver del necesario halo de realidad a mis recuerdos. Son muchos los Seat 600 ó las Velo Solex que se aparcan en algún rincón de la pantalla de mis evocaciones de infancia, ó de mi pasado universitario.

Otra faceta por la que siento el vértigo de esta necesidad es la evolutiva. Nada como sentarme al volante de ese 600 para, comparándolo con mi más actual medio de transporte, ser consciente de todo aquello de lo que me ha ido dotando el momento en que me ha tocado vivir, apreciándolo en la justa medida: nada como la ausencia para hacer imprescindible lo cotidiano; la carencia ayuda a saborear lo que la presencia hizo rutina.




Susana, Juan Lucas y yo
(Fréderik Mey)


Se llamaba Juan Lucas y se dedicaba al mundo de la publicidad.
Tenia una jeta siempre sonriente, siempre bronceada.
Conocía el triangulo de las Bermudas y el mundo entero.
Susana y yo teníamos 16 años, y solo conocíamos el barrio.

Estaba allí, un día, en la cafetería del pueblo.
Susana y yo lo mirábamos estupefactos.
Ese día es como si un ave del paraíso
se hubiese dejado caer en nuestro entorno.

Se inclinó sobre el Juke Box con un gesto
propio de Humphrey Bogart en Casablanca
Lentamente cogió 20 francos del bolsillo de su americana
para poner un disco de Dalida.

Se llamaba Juan Lucas y se dedicaba al mundo de la publicidad.
Tenia una jeta siempre sonriente, siempre bronceada.
Tenía un Alpha Romeo rojo, descapotable, y mucha clase.
Yo tan solo tenia una vieja Velo Solex y la cara llena de granos.

Vino y me dirigió la palabra;
yo flipaba, y Susana se puso roja como un tomate.
Alguna vez nos esperaba delante del colegio,
hasta que finalmente no dábamos un paso sin él.

Nos bañábamos en el sol de su presencia.
En cada fiesta, en cada baile: éramos tres.
Al principio Susana y yo lo llevábamos a bailar,
pero finalmente eran Susana y él, los que me llevaban a mí.

Se llamaba Juan Lucas y se dedicaba al mundo de la publicidad.
Tenia una jeta siempre sonriente, siempre bronceada.
Conocía a los grandes del mundo de la farándula parisina.
Yo tan solo conocía al hijo del Alcalde, y al sobrino de un aduanero.

Nos hablaba de las islas del fin del mundo,
y del más allá, en el horizonte,
sus grandes aventuras y su vida vagabunda.
Susana y yo le escuchábamos con los ojos como platos.

Hasta que un buen día largaron las amarras sin mí,
creo que ya me lo estaba esperando, un poco,
sin embargo tardé bastante tiempo en entenderlo,
y cuando lo entendí, no me hizo demasiada gracia.

Se llamaba Juan Lucas y se dedicaba al mundo de la publicidad.
Tenia una jeta siempre sonriente, siempre bronceada.
Medio pirata, medio caballo (sin reproches).
Yo sin embargo era tan solo un mal alumno, y no tenía un duro.

Han pasado 20 años desde entonces,
y nunca he vuelto a saber de ellos
hasta hoy, en que supe a través del Alcalde,
que ella tendría un barucho en Clermont Ferrand.

Entonces: nunca llegó a ver esos lugares?
ni Valparaiso, ni las islas bajo el viento?
Y su cabo de Buena esperanza se limitaba
tan solo al mostrador de su bar y la nariz enrojecida de sus clientes?

Se llamaba Juan Lucas y se dedicaba al mundo de la publicidad.
Tenia una jeta siempre sonriente, siempre bronceada.
Conocía el triangulo de las Bermudas y el mundo entero.
Yo tenía 16 años, entonces, y conocía mi barrio.


Suzanne, Jean Luc et moi - (F. Mey)




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