Para entender este fenómeno tendríamos que recurrir al símil de las actuales autopistas, porque eso es lo que fue siempre el Rhin, una enorme autopista de peaje por la que han circulado, casi desde el momento en que se descubrió la posibilidad de aprovechar los cursos naturales de agua para el transporte, incontables mercancías.
Una vez completada tal configuración aún será necesario reforzarla con la imagen de una Alemania mucho más dividida de lo que hemos llegado a conocerla en los años de la guerra fría. Antaño este vasto país era un cúmulo de pequeños reinos, estados, señoríos, y condados más o menos independientes: a cada paso una frontera y –con ella- una invitación a satisfacer la codicia a través de las recaudaciones aduaneras.
Hechas estas dos salvedades estaremos en condiciones de digerir el por qué de la cantidad y distribución de tanto castillo, a lo largo del recorrido de ambas orillas.
Entre los muros de cada uno de estos castillos se hospeda una leyenda, una historia, cuando no un increíble museo, y sirva el ejemplo del de Marksburg, el que a todas luces parece mejor conservado, a 150 m sobre el nivel del Rhin y muy cerca de Coblenza (Koblenz); su colección de cinturones de castidad es una de las más completas del mundo.
O las ruinas de los castillos de los hermanos enemistados (Sterremberg y Liebenstein), que tras pelearse un domingo en la iglesia del pueblo –Bornhofen- decidieron construir el “muro de la discordia”, que los separaría por siempre y en lo que podría considerarse un anticipo de aquel otro muro que, siglos más tarde y también en este país, dividiría al mundo civilizado. A veces la historia se reescribe a sí misma, en una amplificación de su eco. Aquella definición de historia que algún día leí, y que me pareció tan elocuente: “sucesión de sucesos que se suceden sucesivamente” debería contemplar que tal sucesión tiene las funciones propias de la moviola.
Permítaseme citar también -con esto termino- aunque no se trate exactamente de castillos, al menos no de los que cabe esperar de la mano del hombre, a las “Siete Doncellas Vírgenes”: un cúmulo de abruptas y elevadas rocas acantiladas, en un meandro del río que precede la entrada a Loreley. Según la leyenda siete doncellas vírgenes se convirtieron aquí en rocas, por la dureza de sus corazones.
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