sábado, 5 de septiembre de 2015

El germen de mi competitividad



No ha pasado mucho tiempo desde que tuve ocasión de volver a visitar los lugares en los que maduré mi infancia: el barrio obrero de una zona industrial de los suburbios -la banlieue- del viejo París... 

La casa, la calle, la parada del bus, las tiendas... todo parecía estar en su sitio y contribuír a proporcionarme la inquietante sensación de intuir el paso de un plumero sobre unos recuerdos que se precipitaron a codazos, por  pretender ocupar el espacio consciente de mi evocación.

Me vi yendo a buscar el pan por la brevedad de una calle que recuerdo infinita, sin dejar la acera y esperando disciplinado a que el semáforo me prestase el verde de su atención para cruzar, no sin antes mirar a ambos lados, lo que entonces debió parecerme revestido del rigor de un puesto fronterizo. 

Y recordé la sonriente cortesía de la panadera, sus palabras me resultaban casi tan dulces como sus éclairs o sus pains au chocolat, por cuanto distaban de la rudeza de mi castellano, entonces tan directo y desnudo de formalismos...
-. Bonjour jeune homme
-. Bonjour madame
-. Et bien... Qu'est-ce que vous désirez aujourd'hui?
-. Une baguette, s'il vous plaît
-. Et voilà, une baguette bien cuite!
-. C'est combien?
-. Ça sera cinquante centimes... Merci!... Au revoir jeune homme!


Mi primer colegio (hoy)

Iba hasta la escuela de la mano de mi madre, a la que imagino siempre agobiada por las prisas de llegar a su exceso de trabajo, aunque también por la angustia de tener que ceder a su único hijo a unos desconocidos y durante tantas horas. Siempre que me dejaba en la puerta conseguía crear un momento tan triste como solemne, en el que con un gesticulado adiós y atusándome el cabello, recordaba los consejos de esa última hora: su "cómetelo todo", o su "pide ir al baño si te entran ganas", y  su apostillar con un "pórtate bien y aplícate mucho".

Por aquél entonces la educación en Francia resultaba un tanto cruel... Y tanto como que ahora, cada vez que pienso en ello, no deja de parecerme extraño el que a unos mocosos que apenas conseguían levantar del palmo, no sólo se les calificase, sino que lo hiciesen de una manera que hoy escandalizaría a cualquier pedagogo: en los boletines mensuales no se leía un "Progresa Adecuadamente" o un "Debe Mejorar", tampoco era un "Apto" o una puntuación del cero al diez... Era simple y llanamente un "Ocupa Ud. el primer puesto de un total de 28 alumnos en la clase" o el segundo o el que, según el sentir del formador, correspondiese a cada caso...
Recuerdo que mi madre me prometía siempre la zanahoria del primer puesto; también que cada vez que la merecía acababa pidiendo el mismo "bolígrafo de mil colores", por la fascinación que me producía y porque cada una de las veces que lo obtuve, la integridad de sus muelles apenas alcanzaba a durarme unas pocas horas, tal era el frenesí con el que lo recibía y usaba.

En ésta, la anécdota que os cuento hoy, reside el germen de la que fue mi elevada competitividad, y aunque es cierto que me deparó buen número de satisfacciones, no lo es menos que también fueron muchos los problemas y sinsabores con los que me sancionó... Por eso tarde, aunque ya sabéis que vale más que el nunca, acabaría entendiendo que también en esto, como con todo y casi siempre, el ideal y la virtud han de buscarse en el justo punto medio.